No hay que insultar a Pablo Iglesias
Aprendí de la entrevista en Salvados al vicepresidente una valiosa lección: es perfectamente posible fiscalizar al poder político sin proferir insulto alguno
A los buenos días, pragmátic@s:
Espero que, dentro de lo que cabe, estéis y os sintáis bien. También que el artículo de la semana anterior acerca de lo mucho que discutimos sobre símbolos nacionales y logos gubernamentales y lo poco que debatimos sobre grandes y graves problemas de España como el paro juvenil resultara en un ejercicio de reflexión colectiva. Esa es, al fin y al cabo, una de las misiones de este espacio. Un espacio al que, en apenas 10 días, ya han abierto sus respectivas bandejas de entrada más de 100 personas. GRACIAS. Ojalá sigamos creciendo y ojalá que tanto quien escribe estas letras como quien las lee puedan y podamos contribuir a la ardua tarea de la despolarización del debate público, que falta hace. Sé bienvenido/a al barco, si así lo consideraras pertinente.
Vayamos ahora a lo importante.
En ‘Las banderas no crean empleo’ sentí, antes de sumergirme en el fondo del asunto, la necesidad de tener que apuntar un par de cosas. La primera de ellas fue que en una España próspera y despolarizada nunca hubiese visto la luz el artículo en cuestión. Con el de hoy pasa lo mismo. No tendría que señalar que no hay que insultar a Pablo Iglesias si España no estuviese polarizada y si el insulto no se hubiese convertido en una seña de identidad de esa polarización. La segunda de las cosas que tuve que indicar hace siete días fue que no era mi intención proyectar con mis letras una afrenta a las banderas o al patriotismo. Hoy, mi intención NO es defender a Pablo Iglesias.
Entiendo que esa necesidad de apuntar lo apuntado encuentra su origen en que, en la contemporánea España polarizada, hablar de banderas es prácticamente sinónimo de discusión, mientras que solicitar que no se insulte a un representante público es poco menos que revolucionario. No debería ser así. Si he empezado esto es porque tengo confianza plena en que las gentes de este país son perfectamente capaces de participar del debate público colocando a la reflexión, al pensamiento crítico y al sentido común en el centro. Falla que desde hace mucho tiempo se viene promoviendo justamente lo contrario, ergo se nos ha hecho creer que no somos capaces de llevar a cabo lo en la frase anterior mencionado. A corto plazo, mi objetivo es dejar de justificar por qué escribo de esto o por qué escribo de lo otro. Aunque muchos de quienes participan en el debate público nos quieran infantilizar, somos todos lo suficientemente mayorcitos ya.
Así las cosas, me pareció razonablemente lógico señalar la semana pasada que hablar por los codos sobre logos y banderas no crea empleo. Esta vez me ha parecido lógicamente razonable indicar algo tan simple como que no hay que insultar. Ni a Pablo Iglesias, ni a nadie. Es Pablo Iglesias sobre quien hoy se pone el foco porque en lo político-mediático ha sido Pablo Iglesias el protagonista de la semana. Pasó el líder de Unidas Podemos por el programa Salvados de La Sexta con más pena que gloria y eso ha tenido como consecuencia que de su figura se haya hablado en todas las mesas de debate de programas radiofónicos y televisivos a lo largo de los últimos días. De esa entrevista al vicepresidente segundo del Gobierno aprendió quien redacta estos párrafos una valiosa lección: es perfectamente posible fiscalizar al poder político sin proferir insulto alguno.
Comparaciones odiosas
En realidad, era esta una lección que el yo como individuo tenía ya aprendida. Fue el yo como parte de un colectivo el que viérase asombrado de que, a diferencia del tono habitual, la lluvia de críticas a Pablo Iglesias por muchas de las grietas argumentales detectadas en sus respuestas a un elocuente Gonzo no incluyeran, en su mayoría, o al menos en la mayoría de críticas leídas y escuchadas por mi persona, una descalificación personal, un insulto. En algunos casos, tal fue la gravedad de lo que dijo el ministro de Derechos Sociales y Agenda 2030 que muchos de los que normalmente recurren al insulto no mostraron esta vez interés en hacer tal cosa porque no hacía falta. Sin duda, la inconsistencia más sonada del vicepresidente fue comparar a los exiliados de la República, que tuvieron que escapar para evitar la represión franquista, con Carles Puigdemont. Ver para creer. Hasta ministras del Gobierno del que el propio Iglesias forma parte tuvieron que salir a corregirle.
El vicepresidente también dijo durante la entrevista que Carles Puigdemont no se había agenciado dinero de las arcas públicas, mientras que Juan Carlos I, supuestamente, sí. Por lo que fuese, a Iglesias se le olvidó mencionar que uno de los varios delitos por los que el expresident de Catalunya está acusado es el de malversación de fondos públicos. Nadie o muy poca gente se creyó asimismo eso de que Unidas Podemos no tiene relación alguna con el diario digital La Última Hora. Su directora era anteriormente asesora del partido y echar un vistazo al argumentario de ese diario para compararlo con el de Unidas Podemos es bastante ilustrativo. Prueben. No queda ahí el asunto, pues la dirección de la formación morada ni un pelo se cortó al pedir a sus afiliados que apoyaran económicamente a ese medio. Sinceramente, que un partido del Gobierno se cree un diario digital a su medida es gravísimo y tendría que hacer sonar todas las alarmas. Vox ha hecho exactamente lo mismo. En Twitter son sus respectivas obras mediáticas las que más utilizan y comparten. Por si había dudas…
¿Para qué sirve el insulto?
La frustración con la pandemia y con su gestión unido al hecho de que quien tiene la responsabilidad de no azuzar las brasas de la polarización haga justo lo opuesto es el perfecto escenario para que el insulto en el debate público se abra paso sin o con muy poca resistencia. Que todo un vicepresidente del Gobierno compare a la España democrática de hoy con la España dictatorial de ayer, pues tampoco ayuda. Y ojo, sea tirada la primera piedra por quienes estén libre de pecado en lo que a insultar respecta. El problema aquí, el principal problema, es cuando ese pecado se repite, se repite y se vuelve a repetir. Sobre ese hábito, democráticamente insalubre, hay estudios sobre un país también polarizado como es Estados Unidos en los que se establece una relación entre la cantidad de insultos en el debate público y el nivel de polarización. A más insultos, más polarización. Es un patrón observable en España desde hace un tiempo y se me ha ocurrido que preguntar a quienes tienen que informar cada día de lo que sucede en la esfera pública española es pertinente. Sobre el insulto, periodistas de distintos medios de comunicación españoles han manifestado lo siguiente:
María Palmero: “Es un reflejo de lo poco tolerantes que somos con las personas que no piensan como nosotros. No condenando de forma unánime esos insultos o no expulsando del debate a quienes insultan, lo estamos fomentando y/o permitiendo”.
Juan Casillas Bayo: “No solo merma la calidad del debate público, sino la sociedad en su conjunto. La traslación de una disputa de bar a las redes sociales e, incluso, con cada vez más frecuencia al Parlamento, encona las posiciones y arrincona toda posibilidad de entendimiento, raciocinio y pura argumentación. Provoca la victoria de las tripas sobre la cabeza”.
Ariadna Burgos: “Es un acto de intolerancia. Quien insulta demuestra que no tiene muchos más argumentos que aportar al debate, quien comete estas faltas de respeto hace que el resto del mundo genere rechazo hacia estas personas dejando de lado si lo que está diciendo es coherente. Insultar es perder un debate”.
Carlos Barrón: “Ha ido progresivamente incrementando a medida que han crecido las redes sociales. Convierte, en muchas ocasiones, el Congreso de los Diputados en un lugar donde los partidos compiten por ver quién consigue más retuits a base de ataques personales. Esto nos lleva a menudo a perder el foco y entrar en debates banales”.
Inés Gómez: “Las redes sociales crean un espejo distorsionado de la realidad y eso provoca que uno se crezca ante ciertas situaciones; la gente es más valiente frente a una pantalla. Es una costumbre muy fea rebatir algo indirectamente para que todo el mundo vea lo guay que es nuestra respuesta y así humillar al otro”.
Si el insulto en el debate público fuese persona sería probablemente una muy poco orgullosa de las características que se le atribuyen. Además de lo respondido arriba, en mi comunidad de Instagram del insulto se ha dicho que sirve para crispar, para desacreditar, para demonizar, para provocar o para sacar lo peor del oponente. Ya me jodería ser esa persona, la verdad. Lo que no me jodería ni a mí, ni a nadie (quiero creer), es ser una persona cuyas habilidades sociales incluyesen participar del debate público con la capacidad de tolerar a quien piensa diferente. Con la voluntad de construir argumentos sólidos y luego usarlos. Con la intención de entablar diálogo y hacerlo para alcanzar acuerdos y puntos en común. Cuando esto último no sea posible, pienso que no estaría nada mal llegar a un acuerdo por el desacuerdo. Un desacuerdo en el que el insulto no tiene por qué tener cabida. Un desacuerdo que no necesariamente tiene que llevar a la polarización. En democracia, como ha señalado Santiago Aparicio aquí, es deseable “el acuerdo y el debate con unos y con otros y a ser posible sin insultar”.
“No llegará la despolarización si no somos capaces de alejar al insulto del debate público”
Si un servidor se hubiese dedicado hoy a insultar a Pablo Iglesias hubiese perdido la preciosa oportunidad de señalar algunas de las inconsistencias identificadas en la entrevista del pasado domingo. Hubiese caído en el error de invertir (mal) tiempo y recursos en recurrir a algo cuya inutilidad ha quedado bastante clara en párrafos anteriores. En el debate público, y en la vida en general, insultar no sirve para absolutamente nada o, al menos, no para absolutamente nada bueno. Si no gusta Pablo Iglesias, insultar a Pablo Iglesias no le va a dar menos votos a Pablo Iglesias. Y lo mismo con Pedro Sánchez, Pablo Casado, Santiago Abascal, Inés Arrimadas o quien quiera que sea el representante público que no despierte las simpatías del lector.
Cabría preguntarle al expolítico Borja Sémper qué piensa él que es lo contrario a las opiniones de mierda, a las que ha calificado en el último programa de La ínsula como aquellas que no están sustentadas ni en el respeto ni en las ideas sólidas, sino en intentar insultar o faltar al respeto. Se me ocurre que confinar al insulto pasa por invertir el significado de las opiniones de mierda, y que de contribuir a que en el debate público las opiniones estén sustentadas en el respeto y en las ideas sólidas nos podríamos beneficiar todos salvo quienes saben que lo único que pueden aportar es precisamente la descalificación. No llegará la despolarización a España si no somos capaces de alejar al insulto del debate público. Y por eso mismo no hay que insultar a Pablo Iglesias…ni a nadie, a ser posible. Que lo es. Claro que lo es.
Se recomienda:
Escribirle una carta al presidente del Gobierno para solicitarle que pida públicamente a España que se arrincone al insulto del debate público. Lo podéis hacer pinchando aquí. Estaría bastante feo que lo aprovechárais para insultarle, las cosas como son.
La ínsula, que he mencionado antes, ha jugado un papel fundamental para que este espacio sea el que es. Fue una fuente de inspiración y lo sigue siendo. Os animo a que escuchéis el último programa haciendo clic aquí.
Este artículo de Ángeles Caballero. Una demostración de que un debate rico y constructivo es posible incluso entre quienes entienden el mundo de una manera totalmente diferente. Chapeau.
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Este meme de @ahorasinllorar me ha resultado gracioso y oportuno para con el tema de hoy. ¿Se insultaban M. Rajoy y A.P. Rubalcaba? Pues eso. Despolarizando que es gerundio.